Cristina Romera Castillo

Las últimas generaciones nacidas en ciertos lugares “privilegiados” del mundo hemos sido extraordinariamente afortunadas. Hemos vivido una realidad estable sin ningún desastre que haya perturbado gravemente nuestro modo de vida, tal como una guerra, una catástrofe natural a gran escala o una epidemia. Y la memoria de lo que es vivir algo así y sus consecuencias se está perdiendo ahora en residencias de ancianos masacradas por un virus. La ausencia de hechos y recuerdos de lo que es vivir algo tan grave nos ha permitido centrarnos en nuestro propio bienestar y hedonismo. Por eso, nos cuesta mucho aceptar que se avecine una amenaza de cambio de nuestra realidad, no lo concebimos. Acabamos de verlo claramente con la crisis del COVID-19, que de un día para otro ha cambiado radicalmente nuestro modo de vida.

De repente se empezó a escuchar hablar de una epidemia en China a finales de 2019, y casi nadie le prestó atención, posiblemente porque China está muy lejos y no nos afectaba. Luego llegó a Italia y empezamos a oír cómo los contagios en este país se estaban extendiendo de forma preocupante. Lo curioso de eso es que siendo Italia un país vecino, tan cercano en cultura y que mantiene un gran intercambio de personas con nuestro país, tampoco quisimos ver las señales y nos negamos a creer que fuera a pasar aquí. Recuerdo que tres semanas antes del confinamiento, me cancelaron un evento internacional muy importante, cuando el virus ya estaba propagándose en Italia. Yo pensé que estaban exagerando al suspenderlo por un virus que no era para tanto, poco más que una gripe. En ese momento no se me ocurrió pensar en que la capacidad de nuestro sistema sanitario era limitada y que eso podría traer graves problemas. Tampoco pensé en la posibilidad de que cuanto más se propagara, más posibilidades tendría el virus de mutar y convertirse en algo más virulento. De repente, tres semanas más tarde de la cancelación de mi evento, estábamos confinados en nuestras casas sin saber cómo reaccionar y sin poder creerlo todavía. No juzgo la actuación gubernamental porque soy consciente de que era una situación nueva para todos y nos pilló por sorpresa, incluidos dirigentes, fueran del color que fueran. Y dejando aparte las consecuencias económicas y políticas que podría haber tenido el tomar medidas de confinamiento, exageradas y precipitadas debido a una epidemia que luego no fuera tan grave, la falta de reacción es también debida a la falta de hechos precedentes que cambiaran nuestro modo de vida. No estamos preparados para reaccionar, no ya con medios e infraestructura, sino psicológicamente. En zonas de Asia, donde ya existía el miedo por el recuerdo de otras epidemias anteriores, reaccionaron mucho más rápido. En nuestro caso, no pensamos que nuestro mundo estable, que ha sido así durante toda nuestra vida, pudiera cambiar.

Algo similar sucede con la falta de reacción ante el cambio climático, con el agravante de que las consecuencias de éste se sufren a mucho más largo plazo. El coronavirus fue algo rápido, como mucho en quince días veías las consecuencias de su contagio invisible. El “contagio” mundial por el cambio climático se manifiesta tan lentamente que apenas lo observamos, así que no vemos justificado un cambio en nuestro modo de vida. Es esta lenta inercia una de las principales razones de nuestra inconsciencia con respecto al cambio climático. El tiempo que pasa desde que ocurre un hecho hasta que se ven sus consecuencias supera la escala temporal de una vida humana.

Si alguna vez has dirigido el timón de una embarcación, habrás observado que, cuando lo mueves, el barco no gira rápidamente como lo hace un coche o una bicicleta. Tarda unos segundos en reaccionar. Un navegante inexperto volverá a girar el timón hacia el otro lado ante la falta de respuesta y la embarcación zozobrará hasta que el capitán agarre el timón y explique que la reacción del barco tarda un poco en llegar. Lo mismo pasa con el cambio climático. Hemos girado el timón que ha liberado una cantidad ingente de CO2 a la atmósfera y parece que no pasa nada porque no vemos ninguna consecuencia inmediata. Así que seguimos emitiendo más y más. Pero al esperar un poco, empezamos a ver que nuestro planeta está empezando a reaccionar con una subida de las temperaturas que se traduce en tormentas extremas, sequías, inundaciones por las subidas del nivel del mar, cambio de hábitats de algunas especies y extinción de otras… Sin embargo, aunque lento, quizá hayamos subestimado el tiempo de reacción de nuestro planeta. Pensamos que no veríamos estos cambios, pero los estamos viendo ya, mucho antes de lo esperado.

El planeta seguirá existiendo y la naturaleza se abrirá paso por mucho que nosotros la perturbemos. Al fin y al cabo, somos una especie más. Lo que no vemos es que el mayor cambio que vamos a notar no va a ser en el clima, sino en nuestro modo de vida. Y no quedan tantos años para eso. Hagamos lo que hagamos, el cambio se va a dar igualmente. Pero en nuestra mano está decidir si lo empezamos a hacer nosotros ahora, decidiendo cómo para que ese cambio sea gradual y nos dé tiempo a adaptarnos sin que suponga una gran perturbación, o si esperamos a que nos lo provoque una situación catastrófica y tengamos que cambiar nuestra vida de forma radical con consecuencias mucho más graves. Y en ese caso, el cambio ya no será para pasar a estar en casa viendo Netflix, haciendo pan y videollamadas con nuestros amigos. Quizá no tengamos ni balcones en los que aplaudir.

Si queremos seguir disfrutando de las mismas cosas que hasta ahora teníamos, debemos cambiar el modo de llegar a ellas, reducirlas en número y buscar alternativas sostenibles. Tenemos que elegir si queremos ser nosotros quienes decidamos esos cambios o si nos quedamos a esperar que estos vengan como consecuencia de una bofetada de la naturaleza que nos arrebate de forma irreversible ese bienestar que tanto protegemos.

 

Este artículo ha sido publicado originalmente en Ecomandanga:

https://ecomandanga.org/2020/04/22/una-bofetada-de-la-naturaleza/

 


AUTORA:

Cristina Romera Castillo es licenciada en química y doctora en oceanografía. Trabaja como investigadora postdoctoral en el Instituto de Ciencias del Mar-CSIC de Barcelona. Sus estudios se centran en el ciclo de carbono en el océano y en cómo afecta el plástico al ecosistema marino.

Foto de portada de Meganesia. CC BY-SA 4.0. El cambio climático amenaza con cambiar drásticamente nuestro planeta y causar crisis sociales sin precedentes, como los recientes incendios en Australia.