El oro y los locos de Pumillahue

D. LLoris

Durante los meses de abril y mayo de 1990, un colega y yo mismo, nos encontrábamos de visita en Chile para preparar un proyecto conjunto de prospección ictiofaunística, junto a investigadores del Instituto de Zoología Ernst Killian de Valdivia (Universidad Austral de Chile).

La primera fase consistía en viajar al sur y explorar la posibilidad de prospectar la costa de la isla grande de Chiloé que conformaría el límite geográfico norte, de los llamados canales fueguinos que ya habíamos llevado a cabo en el sur, durante cinco años en Tierra del Fuego (Argentina).

Llegar desde Valdivia a Chiloé, en una pick-up 4 x 4 de la Universidad, siguiendo la ruta 5, fue un viaje apasionante que guardo gratamente en mi memoria, no sólo por el paisaje que descubría por primera vez, también por la buena acogida de los dos investigadores chilenos – Germán y Julio – que, formaban la contraparte del proyecto y actuaban como conocedores del terreno.

Una vez cruzado el Canal de Chacao, desembarcamos del ferry en la comuna de Ancud, punto base de partida, al resto de la isla, siguiendo el litoral occidental para tomar nota de los lugares accesibles a futuras prospecciones. Uno de los primeros lugares visitados fue Pumillahue, a poco más de 25 kilómetros de Ancud.

Como la costa era muy escarpada, con abundantes acantilados, decidimos conocer la opinión de los habitantes del lugar sobre los lugares más accesibles. Durante la conversación, supe que muy cerca de donde nos encontrábamos existía una caleta con el mismo nombre del lugar, así que dejé a mis colegas y me dirigí a inspeccionarla.

Por el nombre de “caleta” supuse que sería de pequeñas dimensiones, a resguardo de los temporales, pero cuando llegué al borde del acantilado vi que su amplitud era respetable, más cercana a lo que llamaría bahía. Allí estaba, contemplando la topografía del lugar, cuando divisé que en su orilla oriental se encontraban varadas varias embarcaciones, provistas de motor fueraborda, indicadoras de la posibilidad de salir de pesca.

Desde mi ubicación, en la vertical de donde me encontraba, siguiendo la línea de costa, vi lo que me pareció una pendiente de acceso a la playa y, muy cerca, una rústica construcción de madera, donde un hombre echaba paletadas de tierra, arrancada a la base del mismo acantilado, a una suerte de cajón situado en la parte superior de un andamio. Mientras tanto un par de mujeres no dejaban de acarrear baldes de agua, recogida en la misma orilla, que echaban sobre la tierra acumulada en el mencionado cajón. Esta imagen me hizo pensar que estaba viendo un tosco lavadero de mineral.

Acuciado por la curiosidad, busqué la pendiente que suponía me llevaría a la playa y acerté, pues me condujo a pocos metros de donde se desarrollaba la escena que he descrito. Sin dejar de contemplar lo que allí ocurría, aproveché un momento que el hombre de la pala descansó de su trabajo para enjuagarse el sudor de la frente y pregunté sobre su actividad.

Su respuesta me sorprendió – estaban lavando oro – Esas manipulaciones solamente las había visto en películas del Oeste y siempre en los cauces de riachuelos o excavando una mina en lugares montañosos, nunca a pie de playa.

El hombre de la pala, debió captar algún gesto de incredulidad y echó mano al bolsillo de donde extrajo un pañuelo anudado a modo de bolsa. Abriéndolo, me mostró su contenido. Se trataba de unas erosionadas bolas de color amarillo metálico, de distinto tamaño, que puso en mi mano para que las sospesase.

Con motivo de alargar la conversación emprendida, le invité a un cigarrillo que aceptó y mientras se desarrollaba esta escena le sugerí adaptar uno de los motores que había visto en las embarcaciones de pesca, para montar una bomba de succión del agua de mar que mediante un tubo la llevase hasta el cajón de lavado. Así reducirían el laborioso esfuerzo de las mujeres acarreando agua con los baldes.

Su pausada respuesta no dejó de asombrarme – “No, amigo, no, con lo que aquí sacamos, tenemos para vivir sin estrecheces. Si sacásemos más, vendrían los hombres del norte, se lo llevarían todo y nos echarían de aquí” – acepté su lógica respuesta, pero, confieso quedar algo desconcertado.

El desconcierto se evaporó, cuando regresé donde se encontraban los colegas y les conté lo ocurrido y el chilote que se encontraba con ellos lo aclaró, solo que cambió el oro por los locos (Concholepas concholepas), un molusco gasterópodo, también conocido como tolina, pata de burro, pie de burro o chanque (Fig. 1).

Fig. 1. Loco (Concholepas concholepas), molusco gasterópodo con una sola valva; a) cubierta exterior de la concha, poblada de cirrípedos. b) cavidad interior donde se aloja el organismo que mediante su carnoso pie se adhiere al sustrato del fondo. [Ref.: D. Lloris].

De carne muy apreciada que interviene en la cocina de algunos platos muy apreciados en Chile y Perú, entre otros el curanto y el chupe de loco, que condujo a su sobreexplotación por parte de compañías pesqueras procedentes del continente.

Los forasteros norteños irrumpieron como elefante en una cacharrería en las costumbres y forma de vivir de los isleños, con gran perjuicio para las lolas [mujeres jóvenes de entre 15 y 20 años] a las que maltrataban. Desde entonces preferían vivir en paz con todo el mundo, no fuera que volvieran, atraídos por algo que ellos, como el oro, consideraban escaso, pero suficiente para seguir con sus costumbres sin interferencias foráneas.

 


AUTOR:

Dr. Domingo Lloris, ictiólogo marino con 150 publicaciones, 60 proyectos, 52 campañas al Mediterráneo, Cantábrico, Mauritania, Namibia, Canal Beagle, mar argentino, Chile, Terranova. Pionero en el muestreo a más de 1000 m. de profundidad.

Foto de portada, situación geográfica de la isla de Chiloé (Chile) en el continente sudamericano y una vista de la caleta Pumillahue, donde era posible pescar. La flecha roja indica el acceso a la playa. [Ref.: D. Lloris].