Conversación durante una campaña de pesca en aguas lejanas

D. Lloris

En el transcurso de una campaña de investigación marina, se suelen producir gran variedad de acontecimientos relacionados con la convivencia, en particular, si la permanencia a bordo tiene una larga duración. Durante ese periodo de tiempo, es bastante habitual que se estrechen y propicien lazos de amistad o surjan discusiones por cualquier tema que en otro lugar nunca se hubieran producido.

También ocurre que, entre el personal hay quien, por su particular simpatía y maneras de comportarse, consigue suavizar o amenizar los días, contribuyendo a relajar tensiones que suelen producirse en una comunidad que convive, durante largo tiempo, en un reducido espacio. Tampoco faltan quienes, con su sola presencia, enervan al personal. Son aquellos que, con el paso de los días en confinamiento, no resisten una broma, transmiten su malestar y fomentan el mal rollo, pero esos no merecen ningún comentario y no deberían embarcar bajo ningún concepto, en un espacio como suele ser un barco con una habitabilidad poco confortable.

Dicho esto, comentaré que, en una de esas largas campañas, destinada a muestrear una fracción del mar en la costa de Namibia, destacó, por su particular filosofía frente a la vida, un marinero que mostraba su curiosidad por todo lo que hacíamos con los organismos que capturábamos. Siempre tenía una pregunta que formular. Luego, con su voz gruesa y característico gracejo de hombre del sur, le oía presumir ante sus compañeros, lo que había aprendido escuchando a los «cientifiricos«.

Como le había oído dar sus explicaciones en diferentes ocasiones, me di cuenta que siempre utilizaba el mismo término cuando se refería al equipo de investigadores, pero, no sabía si lo empleaba con retranca o era incapaz de pronunciarlo correctamente.

Uno de esos días, luminosos, cuando la mar muestra su mejor carácter y la conversación resulta fácil y agradable, le abordé preguntándole acerca de lo que pensaba que estábamos haciendo en medio de la nada, a más de 10.000 Km. de casa, sobre un barco como aquel, de 37,20 metros de eslora, 8,40 m de manga y una velocidad máxima de 10 nudos, pensado para el Mediterráneo y no para trabajar en aguas del Atlántico suroriental.

Su respuesta me fascinó pues, a su modo, nos veía como niños felices que se divertían con un juguete caro, sin importarnos si pescábamos mucho o poco, luego volveríamos a casa y hasta la próxima. Eso a él le iba bien pues comía todos los días, se estaba ganando la vida con pocas responsabilidades, con el inconveniente de no poder pegarse a su mujer por largo tiempo, mientras que, cuando estaba en casa tenía mujer, pero si no pescaba, no comía ni ella, ni los que dependían de él y eso siempre sería así. La conversación siguió hasta que pude formularle mi pregunta sobre la palabreja de marras.

Se rascó la cabeza, movió un par de veces su boina y dio una calada al pitillo que siempre llevaba encendido o apagado. Su respuesta – dicha con toda naturalidad – fue que, efectivamente, tenía dificultad en pronunciarla, pero que también le hacía gracia porque todos íbamos a nuestra “bola” y, lo mejor de todo, era que las explicaciones que oía a unos y a otros sobre lo que él sí conocía bien, porque de ello dependía su sustento, eran contradictorias y veía, claramente, que algunos no sabíamos nada sobre el arte de la pesca.

 


AUTOR:

Dr. Domingo Lloris, ictiólogo marino con 150 publicaciones, 60 proyectos, 52 campañas al Mediterráneo, Cantábrico, Mauritania, Namibia, Canal Beagle, mar argentino, Chile, Terranova. Pionero en el muestreo a más de 1000 m. de profundidad.

Foto de portada: El B/O “García del Cid” en aguas de Namibia (1979 – 1980) [Ref.: D. Lloris].